21 septiembre 2007

Un Gran Viaje Estelar!!

Hoy te propongo una lectura muy amena y ágil. Un pequeño relato de Jose María Merino. Merece la pena internarse entre sus palabras para descubrir la hermosa historia que cobija, inconsciente transfondo de la sociedad en la que se ampara.

Y hago mención de este relato en concreto por varias razones. Principalmente porque me hace recordar una de mis sagas preferidas (Star Wars),también porque me resulta un texto de lo más sencillo y directo -lo que le confiere rapidez y entendimiento a la hora de su lectura-, y sobre todo porque -hasta la fecha- me parece hermoso en todo su contexto. Lo leí cuando aún era una niña; desde entonces, lo he vuelto a leer cientos de veces. Y en cada nueva lectura, siempre vislumbro un aspecto diferente, pero conservando antetodo los matices que me embriagaron antaño.

El niño-lobo del cine Mari

La doctora estaba en lo cierto: nin­gún proceso anormal se dasarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas si­nuosas, se hubiera sorprendido al encon­trar un universo tan exhuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus cor­celes y sus armas, hasta que el páramo pol­voriento se convertía en una selva nutrida de vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acu­día para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se trans­mutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello que había sido arro­jada por las olas; el niño encontraba la bo­tella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al pun­to iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertir­se en un terrible gi­gante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se concretara de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acom­pañaba a aquel otro muchacho, hijo del po­sadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.

Una vez más, la doctora observó per­pleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no prestaban variaciones espe­ciales. Las frecuencias seguían sin procla­mar algún cuadro particularmente extraño.

Las ondas no ofrecían ninguna altera­ción insólita, pero el niño permanecía insen­sible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.

El niño apareció cuando derribaron el cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blan­cos.

La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las hue­llas grotescas que habían dejado los urina­rios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño de pie en medio de aquel montón de cascotes y escom­bros, mirando fíjamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:

-Pero qué haces ahí chaval. Quítate ahora mismo.

El niño no respondía. Estaba pasma­do, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destruc­tora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le pre­guntaban.

Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atilda­miento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos ojos fijos y ausen­tes.

La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oirse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco po­día ser comprobado. Tanto los sonidos re­producidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emo­ción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.

-Pero di algo.

El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.

Al parecer su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en los periódicos, una señora llorosa se pre­sentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hacía treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dure­za. Le acompañaba una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotas de Primera Comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el caso se aclaraba definitivamen­te.

El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal aconte­cer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noti­cia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.

Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y con­clusiones en mercados y peluquerías, ofici­nas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban entre darle a la madre la enhora­buena o el pésame.

Al aparecido le llamaron el "niño lobo" desde que ingresó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la deno­minación, ya que no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asi­milado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupe­facción. Sin embargo, las extrañas circuns­tancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.

Puso música y el niño tuvo otro pe­queño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamien­to del niño estaba muy lejos. Era una ver­dadera pena.

-Hoy te voy a llevar al cine -dijo la doctora.

Primero, le reconocieron en la Resi­dencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capi­tal. Pero no hubo mejores resultados. Cu­ando volvió, el niño mantenía la misma pre­sencia atónita y, aunque las hermanas ha­blaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbra­do ya a la presencia inerte de aquel gran muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separtarse de él.

De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connota­ciones médicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel pequeño ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.

La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artifi­ciales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carre­ra realizada con bastantes esfuerzos y con poco tiempo de ocio. Sus descansos vesper­tinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente impor­tante.

La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Empe­rador. Al parecer se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas para el público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.

La doctora se proponía observar cui­dadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.

Le observó durante los primeros mi­nutos de proyección. El niño se había acu­rrucudo en la butaca y observaba la panta­lla con avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto la historia comenzaba a desa­rrollarse. Una espectacular nave perseguía a otra navecilla por el espacio infinito, ful­gurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su arti­llería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El ven­cedor llega para conocer a su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejérci­to, cuyo rostro está cubierto por una más­cara metálica, también negra, que recuerda en sus rasgos una mezcla imprecisa de ani­males y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.

Entonces el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sin­tió la sorpresa de aquel gesto con un impac­to más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolor. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligen­te, absorta en la peripecia óptica, y la doc­tora sintió una alegría esperanzada.

La princesa ha sido capturada, aun­que ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto re­verberante, cuya larga soledad sólo presi­den los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.

Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella extraña aven­tura y no percibió que el niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multico­lor, ascendía por la rampa de la nave, con­seguía introducirse en ella como disimulado polizón.

La nave recorría rápidamente el espa­cio oscuro, lleno de estrellas, que la rodea­ba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.

Al fin, la doctora se dio cuenta de que el niño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la busqueda fue completamente infructuosa.

Jose María Merino

Realmente... casi perfecto, verdad? Al menos, yo así lo pienso.

Espero que hayas disfrutado de su lectura y recuerda:

"Somos lo que leemos... Somos nuestra propia imaginación!!"

Khaya

17 septiembre 2007

Memorias de Mi Último Viaje!!

Hoy estoy un tanto filosófica para conmigo. No suele ser habitual, aunque para nada me resulta extraño. Tranquilos, no tengo intención de caer en el tedio ni de sentenciaros con un monótono y aburrido discurso. Sí, de esos de “paja y postín” que abarcan mucho y en realidad apenas contienen, a lo sumo, tres frases “jugosas” de las que se puede desprender alguna conclusión acertada sobre el tema al que hacen mención. Todo lo demás… aire!!

En fin… En este plan viajaba, obviando –al menos lo intentaba- los desagradables sonidos que producía el medio de transporte en el cual me desplazaba. [Parece mentira que en pleno siglo XXI la acústica, sobre todo en el centro de una gran ciudad, sea un problema. Somos más inteligentes, hemos evolucionado tecnológicamente, nos movemos con mayor facilidad y rapidez. Por qué, entonces, la contaminación acústica –la ambiental… sin comentarios- va en aumento?].

Entre torpes sacudidas y azarosos traqueteos -lo que me hizo recordar, de la manera menos grata, que tengo que conseguir sacarme el carnet (licencia) de una vez por todas. Me refiero al de conducir, por supuesto. Aunque siendo sincera, sería feliz yendo al trabajo en bicicleta; algo, por no decir más que difícil, prácticamente imposible-, mi imaginación dejó de navegar libremente por mundos afines para confabularse con mi propio pensamiento, lo que supuso que mi razón volviera al mundo terrenal.

Es decir, ante el inoportuno maremágnum de crecientes molestias en el que me vi envuelta, opté por despertar a la lógica y unirme al estrafalario cuadro que se mostraba ante mi, aún, adormecida mente.

Gentes de lugares diversos… razas, culturas y religiones dispersas… ancianos y jóvenes… camareros… altos ejecutivos… hombres… mujeres… Todos ellos poblaban, en cierta manera, el reducido habitáculo que conformaba el vagón en el que, por casualidades del destino, yo también me encontraba -por decirlo así- presa de las urgencias del tiempo y la rutina diaria.

Ante tales expectativas y viendo que -todavía- me restaba bastante trayecto por cumplir, preferí dedicar los siguientes minutos a observar, tan sólo por mera curiosidad, a mis fortuitos compañeros de viaje; personas que supuestamente no tenían nada en común salvo que compartíamos el mismo transporte.

La mayoría se mostraban silenciosos -más bien reservados-, con lánguidas caras e indefinida mirada. Otros, los más recatados -de maduras facciones- diría que hasta preocupados; pero en general todos, sin excepción, parecían fatigados y carentes prácticamente de toda ilusión. Personajes que poco a poco se volverán grises, a veces -incluso- monótonos y rutinarios, que vivirán el día a día sin darse cuenta de lo que les rodea, sin apenas tener conciencia ni disfrutar de su existencia, vidas robóticas a expensas de una sociedad que está perdiendo sus valores más profundos, su propia identidad.

Y de entre todos ellos, destacaba un joven de aspecto tímido, de media melena y cabello negro como el carbón. Me resultó de lo más intrigante pues el muchacho -yo diría que de unas veinticuatro primaveras- ostentaba, sin mala intención, la más hermosa, satisfecha, lucida y feliz de las sonrisas. Sus pensamientos le delataban pues, de vez en cuando, nos permitía entrever “sonoras gracias” que servían de aperitivo a las murgas de fondo, que sonaban bajo el incesante repiqueteo del tren en armonía con el ir y venir -continuo- de los viandantes a través del reducido vagón.

A partir de este momento, mi aspecto filosófico entró en juego. Alguna vez te has preguntado qué tiene de especial la vida? Por qué unos son felices y otros aparentan serlo? Qué hay de diferente entre las personas del vagón y cuánto tienen en común?

Estoy segura de que cada uno responderá según ciertos condicionantes. Ya sean las experiencias vividas, los atenuantes de la sociedad en la que vivimos y trabajamos, su propia situación en la vida… circunstancias… necesidades… hechos…

Hum, demasiadas cosas, verdad? Te invito a leer una poesía un tanto especial por el tema al que hace referencia. Es una adaptación de Jorge Luis Borges a partir de un poema de Don Herold. Es muy hermosa, sinceramente!!

Instantes
(autor: Don Herold, adaptación: Jorge Luis Borges)

Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años...
y sé que me estoy muriendo.

Hermosa, verdad? Ahora ya sabes lo que tienen en común, y lo que no, las personas del vagón.

Recuerda… como dice cierta máxima latina: Carpe Diem!!

Khaya

15 septiembre 2007

Mi Primer Blog

Bienvenido a este humilde y reservado espacio en la red donde intentaré desarrollar el arte más antiguo desempeñado con vehemencia por el hombre, principal y férrea base de la comunicación. Sí, efectivamente… me refiero, sin duda alguna, al noble privilegio de la escritura. Y digo “privilegio” pues aquellos que con desmedida soltura muestran gratas habilidades con la pluma, no son capaces de otorgarse el beneplácito que suscita la creación espontánea de “mágicas” letras formando un algo y un todo, tan sólo por el mero hecho de satisfacer, divertir o bien engrandecer nuestro propio deleite.

Aquellos que buscan aventuras arraigadas en la sociedad, a menudo fieles copias de un mundo caótico y gris, les recomiendo que sigan buscando. Pero si, en verdad, deseas adentrarte tras el umbral que se escuda bajo éstas, mis palabras, otorgando ligeras pinceladas de color a una casi oxidada imaginación… entonces, continúa leyendo.

Dicen que no toda distancia es ausencia ni todo silencio es olvido…

Lo dicen y yo… me lo creo. Pues, aunque mi patria esté más allá del horizonte que ahora honra mi mirada, aunque por única compañía -en cierta manera- mantengo la soledad de la mía propia y aunque los frondosos y verdes bosques -dejados atrás, en la distancia, muy a mi pesar- los he reemplazado por lánguidas y yermas extensiones de nada… de una gran tierra vacía…, yo sigo llevando “mi reino”, mi gente y mis costumbres (incluyo en ellas mi, cada vez menos, notorio acento) conmigo, en lo más profundo de mí misma; en un lugar donde los sentimientos alcanzan cordura, las lágrimas carecen de importancia y el olvido se hace latente.

Quizá por ello tengo necesidad de citar un texto de Juan José Plans, uno de los principales representantes de la mejor generación de escritores españoles. Y lo hago principalmente por dos razones concretas. Primero, porque me resulta un relato del todo hermoso. De principio a fin, traslada al lector a ese vetusto mundo literario -de consagrada imaginación- que todos, en nuestra juventud -quien más, quien menos-, hemos conocido y disfrutado. Y segundo, porque -al hablar de ella- me hace recordar mi propia ciudad. Menciona lugares en los que, también yo, se me antojaba vivir -si no las mismas- otras aventuras, creíbles y posibles a los ojos de una niña.

Disfruta su lectura!! (^_^)

Castillos de Arena

Nadaba algo alejado de la orilla, en la que las cabezotas olas seguían deshaciendo la lancha que había construido en arena mojada, cuando el ‘Nautilus’ emergió de improviso a mi lado lanzando como lo haría Moby Dick chorros de agua y vapor tan altos como la iglesia de San Pedro. Huyeron despavoridos los bañistas que estaban a mi alrededor, pero no yo, porque sabía que no era un monstruo marino y sí el más imponente submarino. Y una aventura más. Si poco antes, en la lancha de arena, blandiendo mi pala playera, como lo haría Jim Hawkins, me había enfrentado a los temidos piratas de John Silver el Largo, ahora lo haría a las serpientes de mar que decían aparecían todos los veranos. En compañía del profesor Arronnax, su criado -entonces se decía ‘criado’- Conseil, el arponero Ned Land y el capitán Nemo; quien, en otra ocasión, me ayudaría a salir de ‘La isla misteriosa’. Tras ver la Atlántida, sumergida frente a La Providencia, el que después se descubrió que era un príncipe indio destronado por los ingleses, me dejaría en el puerto, en la rampa de La Rula, recomendándome:

-Y ahora, a dormir -porque cenar, sí que ya había cenado: salmonetes a la parrilla, emperador con cebolla y salsa de cerveza y ostras crudas. Platos típicos en el ‘Nautilus’.
Lo que yo no sabía es que ya me había dormido leyéndome mi padre ’20.000 leguas de viaje submarino’.

En la playa, por aquellos años, ocurrían cosas así. Ahora, ya no. O a mí, al menos, ya no me ocurren. Tampoco se celebran en ella carreras de ‘bólidos’. Corrían por el Muro, bajaban por la rampa del Tostadero, cruzaban la playa -algunos se quedaban con las ruedas hundidas en la arena-, subían por la rampa de la Pescadería y otra vuelta más. Tampoco ya nadie se tira al río desde el puente. Ni se coloca, durante el verano, aquel otro puente de madera, era casi como el de Kwai, o eso me parecía, por el que se cruzaba el río sin tener que salir de la playa. ¡Y aquellas avionetas que soltaban pequeños paracaídas con regalos! Todos, pequeños y grandes, nos enzarzábamos por cogerlos.

Ahora, para que me ocurran cosas así, como lo del ‘Nautilus’, tengo que imaginármelas. Ya no oteo bergantines, ya no encuentro tesoros en las rocas, ya el faro no es el del fin del mundo, ya no cuento el humo de las chimeneas de los barcos que se iban con emigrantes a ‘las Américas’, ya no cruzo nadando la playa desde Casablanca hasta San Pedro, ya no juego al escondite escondiéndome en la primera caseta que se pilla. Como tampoco hay indios y vaqueros por las praderas de Mañitú. Ahora sólo son prados. Ni hay oquedad por la que bajar al centro de la Tierra. Ya en el cielo de la noche no aparecen platillos volantes. ¿Dónde están el capitán Blood o El Cisne Negro? Por el puerto, antes, me codeaba con todos los hermanos (que) eran valientes. Por Somió, con Ivanhoe; por Deva, con los Caballeros del Rey Arturo; por El Coto, con El Príncipe Valiente. Tenía, teníamos todos los de la pandilla, “viento en las velas”, creo que más en las de la mente que en las del cuerpo. Si mirabas al mar, veías al hidalgo de, pues eso, de los mares; si mirabas hacia las montañas, las nieves del Kilimanjaro, y más abajo al halcón, el de la flecha.

Sé la respuesta. Pero prefiero no decírmelas. Porque siempre me ha gustado ser un Peter Pan. Y, dejar de serlo, es un poco duro. Pero, cuando la playa sólo es la playa, el mar sólo es el mar, hay que reconocer que hay un tiempo, el más bonito, que se ha ido quedando atrás. Es cuando se llega a saber que, si uno escribe, es porque se ha dejado de vivir, sí, vivir, aventuras y, por lo tanto no queda otro remedio que imaginárselas para seguir viviendo. Por eso, en uno de mis libros sobre Gijón se roba el horizonte al Elogio, deambula el tercer hombre por Cimadevilla, viajo en compañía de una sirena a la catedral de Gijón, sumergida cerca de la playa. Y en otro un dragón, el Cuélebre, ataca a la ciudad. Y en otro un detective privado, fiel seguidor del Sporting, tiene que hacer frente a un asesino por las calles de la otrora villa. Y en otro…

En el fondo, es que me resisto a que mi horizonte se cierre como se está cerrando el de la playa de San Lorenzo, que es mi playa de toda la vida. En la que, cuando llegaba septiembre, quedando sólo las gaviotas a la orilla del mar, corría tan libre como ellas, y puede que hasta volara. Antes, mis aventuras, se las contaba a mi abuelo cuando íbamos por Cimadevilla en busca del amigo pescador que en sus lanchas nos daba una vuelta por el puerto, asomándonos algunas veces hasta la playa.

Ahora espero que mis nietos me cuenten sus aventuras. Y que, ahora, el abuelo soy yo. También tendré que contarles las mías. Pero las suyas, por vividas, serán mejores. Entre todos, haremos un buen castillo de arena. Y otro, y otro, y otro más. Hasta que se acabe la arena de los sueños. Porque todo está escrito. Sólo cambian los sueños.

PLANS, Juan José. “Castillos de arena”. El Comercio (Agosto 2007)

Cada uno sacará sus propias conclusiones del relato, es lógico; pero espero que estéis de acuerdo conmigo en considerar que ha sido hermoso, ¿verdad? (^_^)

Por cierto, pienso que todos deberíamos poseer un Peter Pan en nuestro interior. Y de esta manera no hacernos adultos para poder conservar, ágil y lozana, -y así no perder- nuestra imaginación!!

"Somos lo que nosotros deseamos, deseamos lo que nosotros soñamos, soñamos con lo que creemos y creemos en lo que somos"!!

Khaya